11 mayo 2021

La mercancía de los reyes

La mercancía de los reyes / Tony Robbins

La gran finalidad de la vida no es el conocimiento, sino la acción. 

Thomas Henry Huxley

Me hablaban de él desde hacía meses. Decían que era joven, sano, rico, feliz y próspero. Quise convencerme por mí mismo. Le observé atentamente mientras salía de los estudios de la televisión y le seguí luego durante varias semanas, para observarle mientras impartía consejos a todo el mundo, desde el presidente de un país hasta un paciente víctima de una fobia. Le vi discutir con especialistas en dietética y ejecutivos del ferrocarril, y trabajar con atletas y con niños afectados por el fracaso escolar. Parecía increíblemente feliz con su mujer y enamorado de ella mientras ambos viajaban por todo el país y luego emprendían la vuelta al mundo. Y cuando regresaron, tomaron el avión a San Diego para pasar unos días con la familia en su casa, una mansión sita en las playas del océano Pacífico. 

¿Cómo era posible que aquel muchacho de poco más de veinticinco años, sin más estudios que un bachillerato, hubiera conseguido tantas cosas en tan poco tiempo? Al fin y al cabo, era el mismo individuo que sólo tres años atrás vivía en un piso de soltero de unos cuarenta metros cuadrados, y se lavaba él mismo los platos en la bañera. ¿Cómo un desgraciado con quince kilos de sobrepeso, escasas relaciones y perspectivas muy limitadas podía convertirse en una persona equilibrada, llena de salud y bien relacionada, miembro influyente de su comunidad y pletórico de oportunidades de éxito? 

Parecía increíble, ¡y lo más asombroso de todo es que ese individuo soy yo mismo! «Su» historia es la mía. 

Desde luego, no estoy diciendo que el éxito sea lo único que me importa. Es evidente que todos albergamos sueños e ideas diferentes acerca de lo que nos gustaría hacer de nuestras vidas. Además, tengo perfectamente claro que las personas a quienes uno conoce, los lugares que uno frecuenta y las propiedades que uno posee no dan la verdadera medida del éxito personal. Para mí, el éxito está en la continuidad del esfuerzo de quien aspira a más. Es la oportunidad de progresar incesantemente en los aspectos emocional, social, espiritual, psicológico, intelectual y económico, al tiempo que uno aporta algo a los demás en alguna faceta positiva. El camino hacia el éxito está siempre en construcción. Es un proceso permanente y no una meta que se deba alcanzar. 

La moraleja de mi historia es sencilla. Mediante la aplicación de los principios que leerá usted en este libro pude cambiar no sólo el concepto que tenía de mí mismo sino también los resultados obtenidos en la vida, y ello de manera considerable y comprobable. El propósito de este libro es participarle a usted el quid de la diferencia que me permitió cambiar mi suerte a mejor. Y espero sinceramente que las técnicas, las estrategias, las aptitudes y las técnicas psicológicas que desarrollo en esta obra resulten tan eficaces para usted como lo han sido para mí. En nosotros mismos está el poder para transformar nuestras vidas en la realización de nuestros mayores sueños: ¡ha llegado el momento de desencadenarlo! 

Cuando contemplo con qué ritmo he logrado convertir mis sueños en mi realidad actual, no puedo evitar una sensación de inaudita emoción y gratitud. Y desde luego, estoy muy lejos de constituir un caso único. La realidad es que vivimos una era en que muchas personas consiguen realizar cosas estupendas casi de la noche a la mañana, y alcanzar éxitos inimaginables en épocas anteriores. Consideremos a Steve Jobs: un chico en pantalones vaqueros y sin un céntimo, que tuvo la idea del ordenador doméstico y levantó una compañía, hoy situada entre las 500 principales de la revista Fortune, con una celeridad nunca vista. Consideremos a Ted Turner: de un medio de comunicación que apenas existía, la televisión por cable, hizo un imperio. Consideremos a personajes de la industria del espectáculo como Steven Spielberg o Bruce Springsteen, a hombres de negocios como Lee Iacocca o Ross Perot. ¿Qué tienen en común todos ellos, salvo un éxito asombroso y prodigioso? La respuesta, naturalmente, es ésta: poder. 

La palabra «poder» es de las que suscitan emociones fuertes, y muy diversas por cierto. Para unos tiene una connotación negativa; otros no anhelan sino el poder. Algunos consideran que les mancharía, como cosa venal y sospechosa. Y usted, ¿cuánto poder desearía tener? ¿Qué medida de poder le parecería justo alcanzar o desarrollar? ¿Qué significa el poder para usted, en realidad? 

Yo no veo el poder como una manera de adueñarse de las personas. No creo que la imposición sea buena, ni le propongo a usted que lo intente. El poder de esa especie rara vez es duradero. Le aconsejo que entienda, sin embargo, que el poder es una constante de este mundo. O da usted forma a sus propias percepciones, o se encargarán de ello otras personas. Para mí el poder definitivo consiste en ser capaz de crear los resultados que uno más desea, generando al mismo tiempo valores que interesen a otros. Es la capacidad para cambiar la propia vida, dar forma a las propias percepciones y conseguir que las cosas funcionen a favor y no en contra de uno mismo. El poder verdadero se comparte, no se impone. Es la aptitud para definir las necesidades humanas y para satisfacerlas (tanto las propias como las de las personas que a uno le importan). Es el don de gobernar el propio reino individual (los procesos del propio pensamiento y los actos de la propia conducta) hasta obtener exactamente los resultados que uno desea. 

A través de la historia, la capacidad de controlar nuestras vidas ha asumido muchas formas diferentes y contradictorias. En las épocas más primitivas, el poder era una simple consecuencia de la fisiología: el más fuerte y el más rápido tenía el poder para controlar su propia existencia, así como la de otros. A medida que se desarrolló la civilización, el poder se hizo hereditario. El rey, rodeado de los símbolos de su realeza, mandaba con autoridad indiscutible; otros, poniéndose a su servicio, podían participar de ese poder. Luego, en los primeros tiempos de la Era Industrial, el poder iba asociado con el capital; los que tenían acceso al capital dominaban el proceso industrial. Todas esas cosas conservan todavía cierta importancia: es mejor tener capital que no tenerlo; vale más tener fuerza física que no tenerla. Sin embargo, hoy día una de las fuentes más importantes de poder es la que deriva del saber especializado.

Muchos de nosotros nos hemos enterado ya de que vivimos en la era de la información. Ya no estamos en una cultura primordialmente industrial, sino en la de las comunicaciones. En la época actual, las nuevas ideas, los movimientos y los conceptos nuevos cambian el mundo casi a diario, bien sean tan profundos como la física cuántica o tan vulgares como la mejor manera de comercializar una hamburguesa. Si hay una característica que sirva para definir el mundo moderno, ésa es el flujo masivo, casi inimaginable, de la información... y, por consiguiente, del cambio. La información nueva cae sobre nosotros a través de libros, películas, altavoces y microprocesadores electrónicos, como un ciclón de datos que pueden verse, tocarse y oírse. En esta sociedad, los que poseen la información y los medios para comunicarla tienen lo que solían tener los reyes: un poder ilimitado. Como ha escrito John Kenneth Galbraith

El dinero fue el motor de la sociedad industrial. Pero en la sociedad de la información, el propulsor, el poder, es el conocimiento. Hemos visto emerger una nueva estructura de clases en donde la división se establece entre quienes tienen la información y potencia, excepto cuando recae en manos de quien sabe como conducirse a sí mismo para actuar con eficacia. O mejor dicho, la definición literal de poder es ésta: capacidad para actuar.

 Lo que hacemos en la vida está determinado por la manera en que nos comunicamos con nosotros mismos. En el mundo moderno, la calidad de vida es calidad de la comunicación. Lo que nos representamos y decimos a nosotros mismos, nuestra manera de movernos y de utilizar los músculos de nuestro cuerpo y nuestras expresiones faciales, determinará en buena medida la cantidad de nuestros conocimientos que apliquemos.

Muchas veces caemos en la trampa mental de contemplar a los que tienen éxito y figurarnos que son así gracias a algún don especial. Sin embargo, un examen más detenido nos demostraría que el don principal que tienen quienes destacan sobre los demás —y lo que les diferencia de éstos— es su aptitud para ponerse en acción. Pero ese «don» puede desarrollarlo cualquiera de nosotros. En fin de cuentas, otras personas poseían los mismos conocimientos que Steve Jobs; otros, además de Ted Turner, habían previsto también que el cable encerraba unas posibilidades enormes. Pero Turner y Jobs supieron lanzarse a la acción, y al hacerlo cambiaron nuestra manera de percibir el mundo.

Todos nosotros producimos dos formas de comunicación que configuran nuestras experiencias vitales. En primer lugar, desarrollamos una comunicación interna, constituida por las cosas que nos representamos, decimos y sentimos en nuestro fuero interno. En segundo lugar, experimentamos la comunicación externa: con el mundo exterior nos comunicamos por medio de palabras, entonaciones, expresiones faciales, posturas corporales y acciones físicas. Cualquier comunicación de las que realizamos es una acción, una causa puesta en movimiento. Y todas las comunicaciones ejercen algún tipo de efecto sobre nosotros mismos y sobre los demás.

La comunicación es poder. Quienes han alcanzado su dominio están en condiciones de modificar su propia experiencia del mundo y la experiencia que el mundo saca de ellos. La totalidad de la conducta y de los sentimientos tiene sus raíces en alguna forma de comunicación. Quienes influyen en los pensamientos, sentimientos y acciones de la mayoría de nosotros son aquellos que saben cómo utilizar esa herramienta de poder. Pensemos en las personas que han cambiado nuestro mundo: John F. Kennedy, Thomas Jefferson, Martin Luther King, Franklin Delano Roosevelt, Winston Churchill, Mahatma Gandhi; o, en una tesitura negativa, recordemos a Hitler. Lo que tuvieron en común esos hombres fue su maestría de la comunicación. Fueron capaces de llevar su visión personal, bien se tratase de enviar un hombre a la Luna o de levantar un Tercer Reich saturado de odio, y comunicarla a los demás con tal coherencia, que les permitió influir sobre los pensamientos y las acciones de las masas. Con su poder de comunicación cambiaron el mundo. 

Y en efecto, ¿no es esto mismo lo que distingue de los demás a un Steven Spielberg, a un Bruce Springsteen, a un Lee Iacocca, a una Jane Fonda o a un Ronald Reagan? ¿No son maestros en el empleo de la herramienta de la comunicación humana, la influencia? Pues lo mismo que esas personas saben mover a las masas por medio de la comunicación, esa herramienta es la que utilizamos también para movernos a nosotros mismos. 

El dominio que usted tenga de la comunicación hacia el mundo externo determinará su grado de éxito con los demás (en los aspectos personal, emocional, social y económico). Pero, lo que es más importante, el grado de éxito que usted perciba interiormente (la felicidad, la alegría, el éxtasis, el amor o cualquier otra cosa que usted desee) es el resultado directo de cómo se comunica usted consigo mismo. Lo que uno percibe no es el resultado de lo que le ocurre en la vida, sino de la interpretación que da a lo que le ocurre. La historia personal de quienes triunfan nos demuestra, una y otra vez, que la calidad de la vida no está determinada por lo que nos ocurre, sino por lo que hacemos ante lo que nos ocurre. Usted es la única persona que puede decidir cómo quiere sentir y actuar, en función de cómo haya elegido percibir su existencia. Nada tiene sentido, excepto el que nosotros mismos le demos. En muchos de nosotros, este proceso de interpretación se ha convertido en un automatismo, pero siempre es posible redirigir ese poder y cambiar inmediatamente nuestra experiencia del mundo.

Este libro tratará de los tipos de acción masiva, enfocada y congruente que producen resultados incontrovertibles. En realidad, si se me obligase a explicar en dos palabras qué pretendo con este libro, contestaría: ¡Producir resultados! Piénselo. ¿No es lo que le interesa en realidad? Quizá quiera usted cambiar su modo de pensar y sentir acerca de sí mismo y del mundo que le rodea. Tal vez le gustaría poder comunicarse mejor, profundizar sus relaciones amorosas, aprender con más facilidad, mejorar su estado de salud y ganar más dinero. Todo eso y mucho más puede crearlo usted mismo, mediante la aplicación eficaz de las informaciones contenidas en este libro. Pero, antes de alcanzar nuevos resultados, debe darse cuenta de que ahora mismo ya los está obteniendo. Aunque a lo peor no son los que usted desea. Muchos creen que nuestros estados mentales, como la mayor parte de lo que ocurre en el interior de nuestra mente, se hallan fuera de nuestro dominio. Pero lo cierto es que uno puede dominar la propia actividad mental y la propia conducta hasta tal punto que nunca hubiera creído posible. Cuando está usted deprimido, lo que crea y produce son síntomas de lo que usted mismo llama depresión y cuando se halla en éxtasis es también usted mismo quien ha creado tal estado. 

Es importante recordar que los estados emocionales, como la depresión, no son cosas que le ocurran a uno porque sí. Uno no «cae» en una depresión, sino que la crea, lo mismo que cualquier otro «resultado» de la vida, mediante unas acciones mentales y psíquicas determinadas. El que se siente deprimido está contemplando su vida de una manera particular, y se dice ciertas cosas a sí mismo con una cierta entonación precisa, y adopta una postura específica y un ritmo de respiración típico. Cuando uno quiere sentirse deprimido, por ejemplo, suele ser útil dejar caer los hombros y mirar con frecuencia al suelo. Hablar con un tono de voz tristón e imaginar que le ocurren a uno las peores situaciones posibles también contribuye mucho. Y si estropea usted la bioquímica de su organismo por medio de una dieta incorrecta, o abusando del alcohol u otras drogas, ayuda a su cuerpo a reducir el nivel de azúcar en la sangre y la depresión está prácticamente garantizada.

Lo que pretendo demostrar con ello es, sencillamente, que se necesita un esfuerzo para crear una depresión. Es una actividad laboriosa y que exige ciertos tipos de acciones específicas. Sin embargo, algunas personas han creado ese estado tan a menudo que les resulta sumamente fácil producirlo. En realidad, con frecuencia aciertan a vincular este modelo de comunicación interna con los acontecimientos externos de cualquier signo. Y en algunos casos obtienen de ello muchos beneficios de orden complementario —como atención por parte de los demás, compasión, cariño, etcétera—, de manera que adoptan dicho estilo de comunicación como su modo de vida natural. Quienes llevan mucho tiempo viviendo así acaban por encontrarlo cómodo; se identifican con ese estado. Sin embargo, uno puede todavía cambiar sus acciones mentales y físicas y, por tanto, modificar inmediatamente sus emociones y su comportamiento. 

Se puede entrar en éxtasis adoptando directamente el punto de vista que produce dicha emoción. Traiga usted a su mente la clase de cosas que podrían crearla. Cambie el tono y el contenido de su diálogo consigo mismo. Adopte las posturas específicas y los ritmos de respiración que crean tal estado en su organismo, y voila! Ya está usted experimentando el éxtasis. Si desea ser compasivo, cambie sus acciones físicas y mentales para que correspondan a las que exige esa disposición de ánimo llamada compasión. Lo mismo ocurre con el amor o cualesquiera otras emociones. 

Podemos imaginar el proceso de la creación de estados emocionales como algo parecido al trabajo de un realizador cinematográfico. Para obtener los resultados exactos que se ha propuesto, el director de una película manipula lo que siente, ve y oye. Si le quiere asustar, aumentará el volumen de la banda sonora y presentará en la pantalla, exactamente en el momento oportuno, algún efecto especial. Si quiere hacer que se sienta usted exaltado, arreglará la música, la iluminación y todo lo que haya de aparecer en pantalla para conseguir tal efecto. De un mismo argumento, un realizador puede sacar una comedia o una tragedia, según lo que decida llevar a la pantalla. Usted puede hacer lo mismo con la pantalla de su mente. Puede dirigir su actividad mental, que es el fundamento de toda acción física, con la misma habilidad y eficacia. Puede aumentar la iluminación y el volumen de los mensajes positivos de su cerebro, y quitar luz y sonido a los negativos. Puede dirigir su cerebro con la misma maestría con que Steven Spielberg o Martin Scorsese dirigen su plato. 

Algunas de las cosas que voy a decir le parecerán difíciles de creer. Usted seguramente no creerá que basta mirar a una persona para saber lo que está pensando, o que usted mismo es capaz de movilizar sus recursos internos más poderosos mediante un simple acto de la voluntad. Pero si hace cien años hubiera sugerido que los hombres pisarían la Luna, se le habría juzgado chiflado y lunático (¿de dónde diría que procede esa palabra?). Si hubiera dicho que se podría viajar de Nueva York a Los Ángeles en cinco horas, le habrían llamado soñador absurdo. Para hacer posibles esas cosas sólo faltaba el dominio de ciertas técnicas especiales y de las leyes de la aerodinámica. Más aún, en la actualidad una empresa aeroespacial está estudiando un vehículo que, según dicen, trasladará a los viajeros de Nueva York a California en doce minutos. De una manera comparable, en este libro estudiará usted las «leyes» de las Técnicas del Rendimiento Óptimo (Optimum Performance Technologies®) y con ellas tendrá acceso a recursos que nunca había creído posible poseer. 

Tony Robbins

Tomado del libro PODER SIN LÍMITES
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